Manuel Blanco Romasanta ha pasado a la historia como el único caso documentado de Licantropía acaecido en España. Viajamos hasta la Sierre de Mamede para rescatar nuevos datos y recuperar los enigmas y misterio de una leyenda que permanece aún viva.
Manuel Blanco Romasanta, según la documentación existente, nació en Regueiro el 18 de noviembre de 1809. Una humilde aldea de la provincia de Orense anclada en el tiempo. Allí los más ancianos indican a los visitantes donde surgió la leyenda del apodado Lobo de Xente.
“Lo que dice la gente de por aquí es que aquí había nacido el hombre lobo. Pero, yo no lo sé, ni puedo dar una explicación ni puedo dar más datos. Poca gente habrá que lo sepa”, nos explicó Francisco García durante nuestra investigación en la localidad orensana.
Era un hombre físicamente normal tal y como refleja la reconstrucción fisonómica que realizó el Inspector de Policía Nacional Luis García Maña
"La reconstrucción fisonómica de una persona que ha vivido hace unos 130 años (explica el inspector Luis García Maña en su informe), resulta harto dificultosa si no se encuentra con una descripción seria y profesional. Esta descripción en un momento como aquel, a pesar de que estuvieran de moda en España las teorías positivistas, no era habitual entre los técnicos forenses. No obstante, en el caso que nos ocupa existen unas referencias parciales que pueden dar la pauta para acometer el trabajo de reconstrucción.
El resultado gráfico obtenido no debe ser estimado como perfecto ni mucho menos. Antes al contrario, debe de verse en él una posible aproximación gráfica a la imagen real del sujeto, tan sólo coincidente con las características generales. Sin embargo, al interpretar algunos de los datos recogidos en los análisis forenses, nos llevan a confiar en que el trabajo final obtenido sí puede aproximarse con algunas limitaciones a la realidad. Se trata de un hombre de unos 43 años, muy bajo puesto que medía 5 pies menos de una pulgada (lo que traducido a metros sería 1´37) su tez morena, ojos castaños claros, pelo y barba crecida negra y semi-calva la parte superior de la cabeza (probablemente como efecto no solo de la edad sino también de usar sombrero).
Su fisonomía no resultaba violenta ni repugnante, al no poseer rasgos característicos alguno. Según los forenses su mirada era dulce y tímida, pudiendo volverse feroz y altiva o forzadamente serena. Su temperamento era bilioso y su desarrollo corporal se manifestaba de forma regular dentro de su limitada estatura. Al parecer disfrutaba de buena salud. Entre los caracteres más destacables a los fines de este trabajo, destacan un resalto no muy considerable de la porción escamosa del temporal, así como un ángulo facial de 82 grados de apertura por efecto del abultamiento de los senos frontales bastantes pronunciados. Su óvalo craneal medía 50,6 cm., el óvalo de la cara es de 54,9 cm., la apófisis mastoides presentaba un arco de 20,7 cm. y del arco dentario de la frente iban 13,8 cm.”.
De este estudio se pudo realizar un retrato robot del Hombre Lobo de Allariz. Un rostro, realizado al carboncillo que muestra la mirada apacible pero sobrecogedora de quién podría haber sido Manuel Blanco Romasanta.
“Eran una persona –nos explicó José Domínguez, jefe de informativos de la Cadena SER y autor de la obra Romasanta: Memoria De Una Leyenda Viva– de facciones incluso tiernas. De barba no demasiado poblada. Con poco pelo. Un sujeto, un individuo, que pasaría incluso desapercibido para su época. Una persona sagaz y muy preparada para por aquel entonces. Sabia leer y escribir. Conocía mundo. Había recorrido muchas tierras y era un hombre en cierta manera en buena posición. Disponía de algo que hoy para nosotros es normal y entonces era mucho más que hoy tener un automóvil. Tenía, en el peor de los casos, de una mulilla, y en sus buenos tiempos de un caballo con los que recorría los caminos más allá de Galicia”.
Un hombre con una aparentemente vida vulgar. Alguien que llegó a casarse y establecer un hogar.
“Es un hombre -– nos manifestó José Ramón Mariño Ferro Profesor de Antropología de la Universidad de Santiago de Compostela– que asume un papel mítico propio de la cultura tradicional europea y más concretamente gallega. Ese no es otro que el del hombre lobo. Existe el mito del hombre lobo y él lo asume y se cree hombre lobo. Por eso nos interesa, porque no existen muchos casos de personas que crean en un mito y asuman ese mito”.
Pero algo cambio tras quedar viudo de su primera esposa. Desde 1843 la fama de Manuel Blanco Romasanta se extendió rápidamente por las tierras gallegas. Todos los lugareños le señalaban como vendedor de unto o grasa humana. Así comenzó la búsqueda por parte de las autoridades que finalizó con su detención en tierras toledanas. Su fama asesina llegó cuando en el año 1852 fue acusado por el asesinato del alguacil, Vicente Fernández, en las cercanías de Ponferrada.
Juzgado y condenado en rebeldía escapó de la ley y se refugió en un pequeño pueblo abandonado llamado Ermida. Allí vivió sólo junto al ganado durante meses, quizás un año, entre las viejas casuchas de pizarra y piedra se gestó su leyenda y misterio.
“Esta localidad –nos comentaba el periodista José Domínguez mientras paseábamos entre los prados y caserones empedrados–, a pesar de que pueda parecer lo contrario, sostienen los paisanos que jamás tuvo habitante alguno. Sus únicos moradores fueron las vacas. Con el ganado convivió Manuel Blanco Romasanta, él no supo decir exactamente cuanto tiempo, durante semanas, quizás meses. El tiempo suficiente y necesario para volver a integrarse, a aparecer en público. En este caso en Rebordechao donde volvió a contactar con los vecinos, entrando precisamente por las cocinas, haciéndose amigo de las mujeres, aunque por ello los hombres le dijeran que eran un afeminado. Mejor ser afeminado, si con ello conseguía la confianza, que no que se le temiese cuando ya pesa sobre él una orden de búsqueda y captura”.
Poco a poco fue mezclándose con la población de Rebordechao.
“Desempeña –nos explicaba el antropólogo José Ferro– oficios que son propios de mujer en la época. Hacía también tareas de hombre como cordelero, cedacero, segador y otros oficios. Pero lo que llama la atención es que también hace oficios que en la época sólo hacían las mujeres, propios únicamente de las mujeres, como es el de hiladora o tejedora, que son papeles muy femeninos en nuestra tradición”.
Son manuscritos que aún estremecen a quien los consulta. En ellos nos encontramos las declaraciones de testigos y médicos, además de la horrible maldición de la que Romasanta confesó ser víctima. Un sortilegio de una bruja que, según él, le hacia transformase en lobo durante las noches de luna llena. Asesinar y desgarrar cuerpos humanos en los oscuros bosques ante la ancestral llamada de la sangre.
“La primera vez que me transforme –afirmó Romasanta como se puede leer en legajo del sumario donde quedó escrita de la declaración del gallego– fue en la montaña de Couso. Me encontré con dos lobos grandes con aspecto feroz. De pronto, me caí al suelo, comencé a sentir convulsiones, me revolqué tres veces sin control y a los pocos segundos yo mismo era un lobo. Estuve cinco días merodeando con los otros dos, hasta que volví a recuperar mi cuerpo. El que usted ve ahora, señor juez. Los otros dos lobos venían conmigo, que yo creía que también eran lobos, se cambiaron a forma humana. Eran dos valencianos. Uno se llamaba Antonio y el otro don Genaro. Y también sufrían una maldición como la mía. Durante mucho tiempo salí como lobo con Antonio y don Genaro. Atacamos y nos comimos a varias personas porque teníamos hambre”.
Durante el largo litigio, Romasanta confesó trece crímenes cometidos bajo el influjo de una maldición. Sus víctimas fueron:
Manuela García, de 47 años de edad, y su hija Petra, de 15 años, fueron asesinadas en la Sierra de Mamede mientras viajaban a Santander con Romasanta.
Benita García Blanco, de 34 años de edad, y su hijo Francisco, de 10 años, fueron asesinados en Corgo de Boi, durante otro viaje a tierras cantabras.
Antonia Rua, de 37 años de edad, y su hija Peregrina, perdieron la vida mientras se trasladaban a Orense en el bosque de As Gorvias.
José Pazos, de 21 años de edad, corrió la misma suerte que los anteriores al desplazarse a casa de unos familiares en As Gorvias.
Josefa García, madre de José Pazos, también fue asesinada en el mismo lugar que su primogénito.
María Dolores, de 12 años de edad, fue asesinada y despedazada en los bosques de A Redondela.
